Recordando mis peregrinaciones, encuentro momentos que albergaron a todos los sentimientos que caben dentro de un corazón, y de entre todas me quedo con la lección de alegría y pureza que nos dieron unos chiquillos en la africana Praia Capilongo. En un paraíso en el que todavía no se posa la mirada del viajero, nos sorprendió el jolgorio y el clamor alegre de unos corazones tan vírgenes como el suelo que pisaban con sus pies descalzos; el mayor debía de tener seis años, y juntos, niños y niñas sin distinción corrían luchando por el control de un coco maduro en funciones de balón reglamentario, sin destino ni portería. Júbilo; regocijo; pureza en su mirada; ternura en su sonrisa. Nuestra perturbadora llegada detuvo la diversión para curiosear a tan extraños visitantes. Sé que todos los niños del mundo conservan el corazón pulcro cuando el diablo aún no ha hurgado en sus mentes, pero cuando uno de aquellos mocosos que mordía un pedacito de pan extendió su mano para ofrecerme un bocado,
Gravitando a tu alrededor, atraído por tu dulce frivolidad; como un zorro que pretende abordar la cerca de tu naturaleza; aragán despertando de un sueño en lo más profundo de un agujero negro; ciego en el asedio de tu intimidad; extasiado aunque tan solo fuera por la filantropía de tu boca; pertinaz ante la falsa consistencia de tus murallas. Vanagloriada por las lisonjas; cálida por la acción radiante de un inesperado sol de media noche; en apariencia imbatible como un baluarte galo, y al mismo tiempo, anhelante de que el acoso no concluya jamás; imaginé que tal vez, perturbada en tu equilibrio íntimo, y finalmente, dispuesta a manejar este advenimiento furtivo. Posada, dulce posada; morada, dulce morada; equilibrio caótico con principio y final; sorprendido, embriagado y finalmente cautivo; temeroso como un niño a la conclusión del periodo estival; un halcón presa de una paloma; abrumado por esta realidad virtual; agraviado en las profundidades de tu sensual frialdad; dolido